En mi casa, como en Mujercitas, éramos cuatro hermanas y como en la novela, estábamos muy unidas y nos llevábamos bastante bien. Vivíamos en una casa grande donde siempre estábamos inventando cosas:  convertir un tambor de detergente, en un asiento de lujo o forrar una humilde percha con terciopelo y raso, resto de algún traje de fiesta de mamá y alguna que otra travesura.

El día más feliz, ese al que precedían trescientos sesenta y cuatro de espera,  el que siempre nos recordaban para que nos portáramos bien, era el día que venían SSMM de Oriente. No sé quién disfrutaba más: si papá, mamá o nosotras. Y, aunque a veces no traían lo que habías pedido, mamá se encargaba de que el inesperado regalo que aparecía en tus zapatos, extraordinariamente cepillados para la ocasión, te encantara.  Mamá era muy hábil para que olvidaras el largo listado de esmerada caligrafía de la carta, que habías comprado en el estanco de la “señora que nunca sonreía”y que habías entregado al Cartero Real tras una larga cola en Galerias Preciados. Aunque nunca conté a nadie mis sospechas, tan magno funcionario no me daba confianza: a lo mejor no entregaba la carta y se quedaba  con todos los regalos; además olía bastante a kanfort, el mismo que utilizábamos para relucir nuestros zapatos“gorilas”.

El día más feliz se completaba con la tradicional visita que hacíamos a los Martínez. Los Martínez tenían cuatro hijos varones, un poco brutos pero muy simpáticos, que vivían dos calles más abajo de la nuestra. Cuando Carmen nos veía entrar, con nuestro trajes de frunces, nuestras coletas con lazos de raso recién planchados y oliendo a Nenuco se lanzaba a nosotras para darnos sonoros besos y siempre decía su famosa frase: “Pepita, qué envidia, qué muñecas, qué dulzura de niñas y no, estos cafres de hijos, que me ha tocado a mi”.

Al principio llevábamos nuestras nuevas muñecas  y regalos a casa de los Martínez, pero descubrimos que no era buena idea por dos razones: a los hijos de los Martinez,  no les interesaban lo más mínimo “Nancy va de compras”, “los perfumes de la Señorita Pepis” o el enredoso “Tricotar” y segundo, porque nos íbamos a encontrar siempre con juguetes más divertidos que los nuestros: “Exin Castillos”, “Juegos Reunidos Geiper” o “Cine Exin”. Pasábamos toda la tarde en su habitación, de la merienda nos tenían que llamar para anunciarnos que la cena estaba esperándonos. Casi siempre eran “tortillas a la francesa”, las mejores que he comido en mi vida, tal vez porque la abuela de los Martinez batía los huevos de gallinas felices, las de corral, con tanta energía que ni el mejor percusionista lo hubiera hecho mejor, tenía tanto ritmo, que te daban ganas de bailar.

De todos esos seis de eneros, el que nunca olvidaré, el día más increíble de mi infancia fue cuando Luis me presentó a un tal “Madelman”.

– Este es Madelman, “Madelman Paracaidista”, ¿te gusta?

¡Dios mío que si me gustaba! No había visto a un hombre tan guapo, que cuerpo más perfecto, qué virilidad, qué mirada. Lo único que no me gustaba era el fusil, pero tenia remedio se lo quitabas y te olvidabas del arma. Me quedé tan impresionada que mi hermana, la que siempre me chinchaba, me dio un pellizco y dijo: “oye, ¡que es solo un muñeco!”.

Madelman Paracaidista sería algún día mi hombre protector, comprensivo, divertido, valiente y el que más me amaría.

De esos días de Reyes, tengo recuerdos tan felices, que cuando me hice adulta, me empeñé en que esa magia no podía desaparecer de mi vida. Estaba decidido: “seguiría creyendo en los Reyes Magos” ; aunque de mi enamoramiento por “Madelman Paracaidista”, me olvidé.

 

 

Como había que ser buena para que  los Reyes no pasaran de largo, estudiaba mucho y cuando me hice mayor conseguí un currículo lleno de excelencias que me permitió trabajar en lo que me gustaba y ganar suficiente para saciar mi sed de  aventuras, viajando por medio mundo y conociendo, también, a medio mundo. Pero cumplí 30 años y aun no tenía pareja; y eso que el número de hombres que pasó por mi vida,  no era nada despreciable. Algunos, me los presentaban mis amigas, las casadas, otros; los conocía en mis  viajes en solitario y unos pocos, por mi trabajo. Papá y mamá empezaban a preocuparse, eran ya mayores y no querían morirse dejándome sola en este mundo. Mis amigas, las casadas, empezaban también a inquietarse, no paraban de presentarme a hombres divorciados, cuyas matrimonios frustrados los  habían convertido en seres misóginos y desconfiados, solo tenían ganas de satisfacer sus deseos sexuales y ninguna «complicación».

Cuando me enseñaron la foto en la que soplaba las 30 velas, descubrí con espanto una cara que se estaba haciendo demasiado redonda y una incipiente barriguita, tímida pero  peligrosa. Tenía que cuidarme más. Había que retardar esa inevitable decadencia. Me apunté a un gimnasio. Aquello no era para mí. Lo que necesitaba era aire fresco, cuando no viajaba, pasaba interminables jornadas en el despacho.  Apuntarme a un grupo de senderismo, era la mejor opción. Después de pagar la matricula, me compré toda el vestuario necesario, procurando que  no solo fuera técnico sino bien conjuntado, a fin de cuentas, el senderismo no tenía porque estar reñido con sentirse guapa. El siguiente paso fue abandonar el hábito de trasnoches etílicos los fines de semana ya que partíamos muy temprano para aprovechar las mejores horas de luz en la montaña.

Un día llegó al campo de “Asunto” en mi bandeja de entrada, una nueva actividad de mi grupo de senderismo. Venia acompañada de varios documentos: contratos de  compañías de seguro y declaraciones responsables que debía de firmar. Aunque te animaban a que te apuntaras, avisaban de que no era apta para personas con  tensiones altas, infartados o de dudosa valentía. Era: ¡un bautizo de paracaidismo!

Sin pensarlo mucho, me inscribí, con la precaución de que mama, papa y mis amigas, las casadas, siempre tan protectoras, no se enteraran. Ese día tuve que madrugar aun más de la cuenta, había que aprovechar no sé que dirección del viento. Nos llevaron a la pista donde despegaría la avioneta. Sentí y oí un fuerte tambor en mi cuerpo. Esta vez mi intrepidez había llegado demasiado lejos, de ésta puede que no saliera viva. Pero ya estaba decidido. Nos dijeron que accediéramos con más rapidez a la avioneta, nuestros movimientos eran lentos, tal vez por un miedo, bien disimulado, pero inevitable.

De repente el sonido percutido de mi corazón desapareció. Sentí volar mariposas en mi estomago.

Allí estaba él: ¡Madelman, Madelman  Paracaidista!

Los Reyes Magos existen.

©Mariche Huertas de la Cámara